La simbolización en la mente humana
Por Jorge Luis Chávez Valdés
Solemos pensar que lo que caracteriza al pensamiento humano es su racionalidad. Asimismo, a menudo en la cultura popular entendemos el pensamiento racional como opuesto a las emociones. En visiones más radicales, se considera que las emociones pertenecen a otro orden que nada tiene que ver con el pensamiento y que sólo pueden entorpecerlo. Sin embargo, las emociones y el pensamiento son todo menos ajenas: el pensamiento humano siempre tiene en su centro una experiencia emocional.
Las experiencias emocionales son, al comienzo de la vida, vivencias crudas que activan afectos muy intensos. Imaginemos la experiencia que tiene un lactante ante la ausencia de mamá: deja de sentir la tibieza del contacto de su piel, su cuerpo ya no es sostenido por sus brazos, ya no experimenta el chupeteo que genera placer en su boca, etc. No obstante, el lactante no tiene manera de categorizar, distinguir o procesar todo lo anterior, ya que carece de una capacidad para hacerlo. Es aquí donde el pensamiento cumple una función vital, pues da sentido a estas experiencias para poder aguantarlas o, en términos bionianos, contenerlas.
La capacidad del humano de comprender sus experiencias a través de símbolos, como las palabras (los símbolos por excelencia), es un proceso sutil y complejo que está en la base de la formación de la mente y en la posterior capacidad racional de las personas.
Ahora, ¿qué es un símbolo? Es aquello que funciona como sustituto de la cosa en sí. Si pensamos de nuevo en nuestro lactante, sumido en una experiencia emocional incomprensible, podríamos imaginar una siguiente escena: mamá llega a sostenerlo y le da pecho. Aquí se genera una feliz coincidencia en la que el bebé no necesita crear un sustituto de mamá en su pensamiento debido a que la madre llega a contenerlo. No obstante, esta experiencia no es posible (ni deseable) a lo largo de toda la vida. El niño, en algún punto de la vida, tendrá que representarse a la madre en su ausencia, es decir, construir un símbolo que la represente, pero que no sea ella. De lo contrario, se verá sumido en aquella experiencia emocional temprana de angustia irrepresentable.
El asunto hasta acá parecería bastante armonioso: un pequeño construye símbolos (palabras, imágenes, objetos) que representan a mamá para lidiar con la angustia de su ausencia. Sin embargo, la ausencia del objeto de amor y cuidado no es neutral para los niños. La ausencia puede despertar afectos igualmente incomprensibles de odio a causa de la frustración, lo cual puede entorpecer el proceso de simbolización. Un odio excesivo ocasionará que la formación de símbolos se transforme en una tarea peligrosa. Si la emoción dominante es la cólera hacia mamá, el lactante no querrá tener una representación interna de ella en la cabeza, puesto que se ha convertido en un símbolo de frustración, de displacer y enojo. Paradójicamente, es sólo la frustración por la ausencia la única que puede poner en marcha un proceso genuino de pensamiento.
Cuando tenemos a un paciente en el consultorio, tenemos que estar conscientes de que su discurso es, en buena medida, producto de este proceso de simbolización. Asimismo, cuando habla de padres, parejas y amistades, nos habla de sustitutos que habitan su mente y representan estas experiencias pretéritas. El simbolismo es tan central en nuestro trabajo que, aun cuando un paciente pareciera estar hablando de algo tan concreto como qué comió para el almuerzo, nosotros pensaremos que se trata de una construcción simbólica que representa aspectos fundamentales de la experiencia íntima del paciente. Es como si tuviéramos en vivo a aquel bebé que está representando la relación con mamá.
Entrenarnos en captar la realidad simbólica de las cosas es una parte imprescindible de la formación analítica. Hacerlo con imaginación y sensibilidad es lo que nos acerca a la comprensión de las vivencias del paciente, las cuales podemos retraducir y complejizar a través de nuevas formaciones simbólicas.